Nuestro ordenamiento jurídico penal no establece el carácter obligatorio de los programas de compliance. Ahora bien las ventajas de disponer de ellos en términos de responsabilidad penal, competitividad y reputación -entre otros- hacen que aunque estos no sean obligatorios, resulten altamente recomendables para las organizaciones.
Creo que muchos de nosotros estamos de acuerdo en que la palabra “compliance” se ha convertido en una de las más repetidas del mundo jurídico-empresarial en los últimos tiempos. A diario se publican cientos de artículos sobre los programas de compliance y otros aspectos relativos a la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Precisamente, este fin de semana leí uno de estos artículos en el que el autor finalizaba su exposición destacando el carácter obligatorio de los programas de compliance. La conclusión rezaba algo así como: “dado que un programa de compliance es la única forma para una organización de eximirse de responsabilidad penal, debe de inferirse la obligatoriedad de los mismos” (sic).
Personalmente, no puedo estar de acuerdo con esta afirmación. El código Penal es bastante claro al respecto; no establece su carácter obligatorio aunque resalta el principal beneficio de disponer de uno de estos programas en la organización: la exoneración de la responsabilidad penal de la persona jurídica.
Es cierto que en mercados muy regulados, como los mercados de capital, existen disposiciones concretas que regulan y detallan de manera bastante pormenorizada la obligatoriedad de ciertos procedimientos de control interno. Es el caso, por ejemplo, de la Ley 10/2010 de 28 de abril, de prevención de blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismo que en su capítulo IV establece los procedimientos de control interno de los sujetos obligados, los análisis de riesgos, el contenido mínimo del manual de prevención, los órganos y medidas de control interno, controles externos, obligaciones en materia de formación y los estándares éticos en la contratación de empleados y directivos (arts. 31 y ss. Ley 10/2010).
Estas disposiciones tienen carácter obligatorio y su inobservancia deviene en incumplimiento. Ahora bien, de ellas tampoco puede inferirse la obligatoriedad de los programas de compliance con carácter general sino, en todo caso, el carácter obligatorio con respecto a ese riesgo en particular (delito de blanqueo de capitales y financiación del terrorismo) pero no con respecto a la totalidad del catálogo de delitos que pueden desencadenar la responsabilidad penal de la persona jurídica.
Otra excepción al principio de no obligatoriedad podría devenir por vía contractual. Es decir, que para acceder a determinados contratos se exija a la contraparte que disponga modelos de organización y gestión idóneos para prevenir delitos. Esto ocurre generalmente con grandes empresas que subcontratan muchos de sus servicios con terceros en los que delegan parte de sus actividades. La exigencia de disponer un programa de compliance comporta cierto grado de seguridad jurídica a la contraparte ya que al disponer de unos procedimientos de vigilancia y control de delitos, el riesgo de que estos se produzcan se puede reducir considerablemente.
En conclusión, nuestro ordenamiento jurídico penal no establece el carácter obligatorio de los programas de compliance. Ahora bien las ventajas de disponer de ellos en términos de responsabilidad penal, competitividad y reputación -entre otros- hacen que aunque estos no sean obligatorios, resulten altamente recomendables para las organizaciones.